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Harris derrota a Biden con munición personal en el segundo asalto del debate demócrata

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La senadora californiana, mitad jamaicana mitad tamil, demostró ser la rival más formidable de la tropa que aspira a batirse con Trump

Ser el favorito de la contienda tiene un precio. Los demócratas que participaron este jueves en la segunda ronda del primer debate presidencial llegaron a Miami conscientes de que tenían que atacar a Joe Biden, el vicepresidente de Obama que lidera las encuestas para enfrentarse a Donald Trump en los comicios nacionales de 2020. Y fue Kamala Harris, la senadora afroamericana de California, la que le asestó el golpe mortal que dio la vuelta al debate.

Lo hizo sin levantar el tono, con la dulzura de la niña herida que confronta a sus padres por el daño sufrido en la infancia, y la fuerza de quien superó la discriminación y el racismo hasta convertirse en fiscal general de California y, quién sabe, tal vez la primera mujer presidenta de EEUU.

Le asestó la puñalada con una historia tan personal que nadie podía disputársela, la de la niña de color que formaba parte de la segunda clase de afroamericanos en integrarse a un colegio de blancos al que llegaba cada día en autobús, escoltada por la policía. Biden, entonces un joven senador que había ganado el asiento con solo 29 años, se oponía a la política de los autobuses con la que el gobierno federal intentaba romper el segregacionismo imperante que el Supremo había declarado ilegal casi dos décadas atrás, sin que esa decisión se trasladase a la realidad.

«Yo era esa niña», le asestó. «¿Está de acuerdo conmigo en que se equivocó al oponerse a la política de los autobuses?». Biden protestó, no se lo esperaba, pero la imagen de Kamala Harris con coletas y libros en la parada del autobús se había apoderado ya de la audiencia y de la red. Sus asesores colgaron en ese momento en Twitter la foto que nadie había visto en el estudio de Miami donde se celebró la segunda ronda de un debate que hubo que dividir en dos noches para encajar a la veintena de participantes.

There was a little girl in California who was bussed to school. That little girl was me. #DemDebatepic.twitter.com/XKm2xP1MDH

— Kamala Harris (@KamalaHarris) 28 de junio de 2019

«No creo que usted sea un racista», le dispensó, «pero también creo, y esto es personal, que este tema no puede ser un debate intelectual entre demócratas». Con ello recuperaba la autoridad para reprocharle, dolida, que cuando hace unos días quiso evocar tiempos de civismo en el Senado sólo se le vinieran a la cabeza los nombres de dos conocidos senadores segregacionistas con los que trabajó en los Setenta.

Los mismos años en los que se opuso abiertamente a la política de forzar la integración en las escuelas y dijo no creer que «para igualar la partida haya que darle al negro una ventaja de salida o incluso retener al blanco».

Por racistas que suenen esos comentarios 45 años después, Biden fue la pareja de gobierno del primer presidente afroamericano y tiene en su haber una larga trayectoria en defensa de los derechos civiles que su equipo trata desesperadamente de destacar. Nadie cree que de verdad sea un racista, pero todos vieron en ese momento a una eficaz fiscal de 54 años, líder del decisivo voto afroamericano, capaz de acorralar a un hombre blanco de 76 años con colmillo afilado que en ese momento se convirtió en el inconsciente colectivo en el proxy de Donald Trump.

Eso es lo que buscan con ahínco todos los demócratas que en estos meses estudian el paquete de 23 aspirantes para empezar a decidir a partir de febrero quién será capaz de batir al actual mandatario. El senador socialista Bernie Sanders, que partió como favorito por haber ganado a Hillary Clinton en Iowa en 2016, evitó la confrontación directa y prefirió presentarse como el único con agallas para enfrentarse a los verdaderos demonios del sistema, la avaricia empresarial y su indebida influencia en el gobierno más poderoso del mundo.

Por el contrario, la senadora Kisrtsen Gillibrand a la que Clinton dejó su asiento al Senado prefirió defender al capitalismo, que no cree intrínsecamente unido a la avaricia. Otra promesa que se desinfla, Pete Buttigieg, el alcalde gay de South Bend (Indiana), bajo presión por no haber despedido al policía que el mes pasado mató a un negro desarmado, optó anoche por atacar al sector del electorado que con seguridad nunca votaría por un gay: Los evangélicos. Esos que han perdido «todo el derecho de usar un lenguaje religioso» tras haber condonado la política de separación familiar de Trump en la frontera.

Con estos combates televisados los demócratas esperan que de aquí a que se pronuncien los votantes de Iowa en febrero se hayan retirado la mitad de los aspirantes y, para el verano siguiente, puedan coronar a un digno rival de Trump, en torno al cual unir al partido. El presidente alcanzó a ver un retazo del debate antes de reunirse con Angela Merkel en Japón durante la cumbre del G-20 y se declaró inmediatamente vencedor de la disputa que ni siquiera ha empezado. «Aburrido», tuiteó la primera noche desde el avión. Ayer fue aún más lejos. «Todos los demócratas han levantado la mano en favor de darle a los inmigrantes ilegales asistencia sanitaria ilimitada. ¿Y qué hay de ocuparse primero de los estadounidenses? Aquí se acabó la carrera».

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